El Leviatán de Thomas Hobbes y el 1984 de Georges Orwell

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El célebre libro Leviatán del filósofo inglés Thomas Hobbes (siglo XVII) sirve al autor de otro célebre libro titulado 1984, Georges Orwell, inglés asimismo(siglo XX), para expresar en un breve artículo el modo en que el concepto de Leviatán como el Estado que encarna un poder implacablemente ejercido sobre los miembros de esa sociedad política en el siglo XX y que podríamos sin forzar tiempos históricos, digamos, utilizar para entender el modus operandi del Estado en estas primeras fases del S.XXI http://www.scribd.com/doc/29712953/orwelleviatan
orwelleviatan
LOS ESCRITORES Y LEVIATÁN
George Orwell
(1948)
La posición del escritor en una era de control estatal es asunto que ya se
ha analizado en forma relativamente amplia, aun cuando no se dispone
todavía, en su mayor parte, de las pruebas que podrían ser pertinentes.
Aquí no quiero expresar una opinión ni en pro ni en contra del patrocinio
de las artes por el Estado, sino señalar simplemente que la clase de estado
que nos gobierne tiene que depender en parte del ambiente intelectual
vigente; es decir, en este aspecto, en parte de la actitud de los propios
escritores y artistas, y de su disposición o falta de ella para mantener
vivo el espíritu liberal. Si en diez años nos encontramos temblando ante
una persona como Zhdanov, probablemente será porque eso es lo que habremos
merecido. Es evidente que entre los intelectuales literarios ingleses ya
hay en acción fuertes tendencias hacia el totalitarismo. Pero aquí no me
preocupa ningún movimiento organizado y consciente como es el comunismo,
sino puramente el efecto que tiene, sobre personas de buena voluntad, el
pensamiento político y la necesidad de abanderizarse políticamente. Esta es
una edad política. La guerra, el fascismo, los campos de concentración, los
palos de luma, las bombas atómicas, son las cosas en que pensamos todos los
días, aunque no las nombremos abiertamente. Esto no lo podemos evitar. Si
uno está en un barco que naufraga, pensará en naufragios. Pero no sólo se
limita así nuestro tema sino que toda nuestra actitud hacia la literatura
se tiñe con lealtades que comprendemos, al menos de manera intermitente,
que no son literarias. A menudo da la impresión de que la crítica
literaria, aun en el mejor de los casos, es fraudulenta puesto que en
ausencia total de normas aceptadas de cualquier índole, de alguna
referencia externa que pueda dar sentido a la afirmación de que tal y tal
libro es “bueno” o “malo”, todo juicio literario consiste en inventar un
conjunto de reglas para justificar una preferencia instintiva. La verdadera
reacción que uno tiene ante un libro, cuando llega a tenerla, es,
habitualmente, “este libro me gusta” o “no me gusta”, y lo que sigue es una
racionalización. Pero decir “este libro me gusta” no es, creo yo, una
reacción no literaria; la reacción no literaria es decir: “Este libro está
de mi parte, por lo tanto debo descubrirle méritos”. Es claro que cuando
uno alaba un libro por razones políticas, puede mostrarse emocionalmente
sincero, en el sentido de que uno de veras siente una fuerte aprobación,
pero también ocurre a menudo que la solidaridad partidista exija una pura
mentira. Cualquiera que esté acostumbrado a reseñar libros para
publicaciones políticas lo sabe. En general, si uno escribe para un diario
con el cual está de acuerdo, peca por acción, y si lo hace para uno del
color opuesto, peca por omisión. En todo caso, hay innumerables libros
polémicos: libros en pro o en contra de la Rusia soviética, en pro o en
contra del sionismo, en pro o en contra de la Iglesia Católica, etc., a los
que se juzga antes de leerlos, de hecho antes de que se escriban. Uno sabe
de antemano qué acogida van a tener en cuáles diarios. Y sin embargo, con
una falta de honradez que suele no ser consciente ni siquiera en una cuarta
parte, se mantiene la ficción de que se aplican normas literarias
auténticas.
Por cierto que la invasión de la literatura por la política tenía que
ocurrir. Tenía que ocurrir, aun cuando el problema del totalitarismo no
hubiera surgido jamás, porque se nos ha producido una suerte de
remordimiento que nuestros abuelos no tenían, una conciencia de la enorme
injusticia y miseria del mundo, y un sentimiento de culpabilidad porque uno
debería hacer algo al respecto, que torna imposible mantener una actitud
puramente estética ante la vida. Nadie podría, hoy, dedicarse a la
literatura con la concentración absoluta de Joyce o de Henry James. Pero,
lamentablemente, aceptar responsabilidad política hoy significa rendirse a
las ortodoxias y las “líneas del partido”, con toda la timidez y falta de
honradez que ello significa. En comparación con los escritores Victorianos,
tenemos el inconveniente de vivir entre ideologías políticas claramente
definidas y de saber de un vistazo, por lo general, cuáles pensamientos son
heréticos. El intelectual literario moderno vive y escribe con temor
constante, no, por cierto, de la opinión pública en el sentido más amplio,
sino de la opinión pública dentro de su propio grupo. En general, por
suerte, hay más de un grupo, pero también en cualquier momento dado existe
una ortodoxia dominante. Para atacarla se necesita tener la piel dura y
estar dispuesto a reducir a la mitad los ingresos durante largos años. Es
evidente que desde hace unos quince años la ortodoxia dominante,
especialmente entre los jóvenes, ha sido la “izquierda”. Las palabras
claves son “progresista”, “democrático” y “revolucionario”, mientras que
las etiquetas que hay que evitar a toda costa son “burgués”, “reaccionario”
y “fascista”. Hoy en día casi todos, incluso la mayoría de los católicos y
conservadores, son “progresistas” o al menos quieren que se les tenga por
tales. Nadie, que yo sepa, jamás dice de sí mismo que es “burgués”, así
como nadie que tenga la instrucción suficiente para conocer la palabra
reconoce que es culpable del antisemitismo. Somos todos buenos demócratas,
antifascistas, antimperialistas, despreciativos de las diferencias de
clase, impermeables al prejuicio racial, y así sucesivamente. Tampoco cabe
duda de que la ortodoxia “izquierdista” de hoy es mejor que la ortodoxia
conservadora beata y más bien afectada que predominaba veinte años atrás,
cuando el Criterion y (en menor escala) el London Mercury eran las revistas
literarias dominantes. Porque a lo menos su objeto implícito es una forma
viable de sociedad que mucha gente en realidad desea. Pero también tienen
sus falsedades propias que, como no se las puede reconocer, hacen imposible
el análisis serio de ciertas cuestiones.
Toda la ideología de izquierda, científica y utópica, la elaboraron
personas que no tenían posibilidad inmediata de alcanzar el poder. Era, por
tanto, una ideología extrema, absolutamente desdeñosa de reyes, gobiernos,
leyes, cárceles, fuerzas policiales, ejércitos, banderas, fronteras,
patriotismo, moral convencional y, en el hecho, de todo el orden de cosas
existente. Hasta bien entrado el período de que hay memoria viviente, en
todos los países las fuerzas de la izquierda lucharon contra una tiranía
que parecía invencible, y era fácil suponer que si sólo se pudiera derrocar
esa tiranía en particular, la del capitalismo, el socialismo vendría en
seguida. Además, la izquierda había heredado del liberalismo ciertos
postulados claramente discutibles, como la idea de que la verdad ha de
prevalecer y la persecución ha de derrotarse a sí misma, o de que el hombre
es por naturaleza bueno y sólo lo corrompe su entorno. Esta ideología
perfeccionista ha perdurado en casi todos nosotros y en su nombre es que
protestamos cuando (por ejemplo) un gobierno laborista aprueba ingresos
inmensos para las hijas del rey o se muestra vacilante para nacionalizar la
siderurgia. Pero también hemos acumulado en nuestra mente toda una serie de
contradicciones no confesadas, consecuencias de sucesivos choques con la
realidad.
El primer choque fue la revolución rusa. Por motivos más bien complejos,
casi toda la izquierda inglesa se ha visto obligada a aceptar que el
régimen ruso es “socialista”, aunque reconoce en su fuero interno que tanto
su espíritu como su práctica son bien extraños a todo lo que se entiende
por “socialismo” en este país. De aquí ha surgido una especie de manera de
pensar esquizofrénica, en la que una palabra como “democracia” puede tener
dos significados irreconciliables y cosas como campos de concentración y
deportaciones en masa pueden estar simultáneamente bien y mal. El golpe
siguiente a la ideología izquierdista fue el surgimiento del fascismo, el
cual sacudió el pacifismo y el internacionalismo de la izquierda sin
efectuar una reformulación definida de la doctrina. La experiencia de la
ocupación alemana enseñó a los pueblos de Europa algo que los pueblos
coloniales ya sabían, esto es, que los antagonismos de clase no tienen
mayor importancia y que existe algo que se llama interés nacional. Después
de Hitler, resultaba difícil sostener seriamente que “el enemigo está en tu
propio país” y que la independencia nacional no tiene valor. Pero aun
cuando todos sabemos esto y si es preciso actuamos en consecuencia, todavía
nos parece que decirlo en voz alta sería una suerte de traición. Y por
último, la mayor dificultad de todas, existe el hecho de que la izquierda
está ahora en el poder y se ve obligada a asumir responsabilidades y a
tomar decisiones auténticas.
Los gobiernos de izquierda siempre desilusionan a sus partidarios porque,
aun si la prosperidad que han prometido fuera alcanzable, siempre es
necesario un incómodo período de transición, del cual poco se dijo antes.
En este momento vemos a nuestro propio gobierno, en sus desesperados apuros
económicos, luchando contra su propia propaganda pasada. La crisis en que
nos hallamos ahora no es una calamidad repentina e inesperada, como un
terremoto, ni la guerra la causó sino sólo la apresuró. Hace decenios se
pudo prever que algo así iba a suceder. Desde el siglo XIX nuestro ingreso
nacional, dependiente en parte de los intereses de inversiones extranjeras
y de mercados cautivos y materias primas baratas en países coloniales, ha
sido extremadamente precario. Era seguro que, tarde o temprano, algo
andaría mal y nos veríamos obligados a equilibrar las exportaciones con las
importaciones; y cuando eso ocurriera el nivel de vida en Gran Bretaña,
incluso el de la clase obrera, tendría que caer, al menos temporalmente. Y
sin embargo los partidos de izquierda incluso cuando vociferaban contra el
imperialismo, nunca dejaron esto en claro. En ocasiones estaban dispuestos
a reconocer que los obreros británicos se habían beneficiado, en alguna
medida, con el saqueo de Asia y África, pero siempre dejaban la impresión
de que podíamos renunciar al botín y no obstante arreglárnoslas para seguir
prósperos. En gran medida, en verdad, se conquistó a los obreros para el
socialismo porque se les dijo que eran explotados, cuando la dura verdad es
que, en términos mundiales, eran explotadores. Ahora, según parece, se ha
llegado al punto en que el nivel de vida de la clase obrera no se puede
mantener, ni hablar de elevarlo. Aunque estrujemos a los ricos hasta que
desaparezcan, la masa del pueblo tiene que consumir menos o bien producir
más. ¿O es que exagero el lío en que estamos metidos? Puede ser, y me
alegraría de saberme equivocado. Pero lo que quiero destacar es que este
asunto no se puede analizar de verdad entre personas fieles a la ideología
de izquierda. La reducción de los salarios y el aumento de las horas de
trabajo se ven como medidas antisocialistas y por eso hay que descartarlas
de antemano, sea cual fuere la situación económica. Sugerir que puedan ser
inevitables, significa simplemente verse embadurnado con aquellas etiquetas
que nos tienen a todos aterrados. Es mucho más prudente esquivar el bulto y
fingir que podemos arreglarlo todo con la redistribución del ingreso
nacional existente.
Aceptar una ortodoxia, siempre significa heredar contradicciones sin
resolver. Tómese, por ejemplo, el hecho de que a toda persona sensible le
repugna el industrialismo y sus productos, y sin embargo está consciente de
que la conquista de la pobreza y la emancipación de la clase obrera exigen
no menos industrialización, sino cada vez más. O tómese el hecho de que
algunas tareas son absolutamente necesarias, pero nunca se cumplen salvo
bajo alguna forma de coacción. O el hecho de que es imposible tener una
política exterior positiva sin tener fuerzas armadas poderosas. Se podrían
multiplicar los ejemplos. En cada uno de dichos casos existe una conclusión
que está perfectamente clara, pero que sólo se puede sacar si uno es
privadamente desleal a la ideología oficial. La reacción normal es la de
relegar la cuestión, sin resolver, a un rincón de la mente y luego
continuar repitiendo frases hechas contradictorias. No hace falta buscar
mucho en las reseñas y revistas para descubrir los efectos de esta clase de
pensamiento.
No quiero decir, desde luego, que la falta de honradez mental sea propia de
los socialistas y de los izquierdistas en general, o que sea más frecuente
entre ellos. Es simplemente que al parecer la aceptación de cualquiera
disciplina política es incompatible con la integridad literaria. Lo dicho
vale igualmente para los movimientos como el pacifismo y el personalismo,
que dicen situarse fuera de la lucha política común. De hecho, parece que
el solo sonido de las palabras terminadas en “ismo” trajera consigo el olor
de la propaganda. Las lealtades de grupo son necesarias, y con todo son
venenosas para la literatura, mientras la literatura sea obra de
individuos. Tan pronto como se les permite ejercer una influencia, siquiera
negativa, sobre la obra creativa, se produce no sólo la falsificación sino
a menudo el verdadero agotamiento de las facultades inventivas.
¿Y entonces qué? ¿Debemos concluir que es deber de todo escritor “no
meterse en política”? ¡Por supuesto que no! En todo caso, como ya lo dije,
ninguna persona pensante puede dejar sinceramente de meterse en política,
ni lo hace, dada la época en que vivimos. Sólo propongo que debemos hacer
una distinción, más nítida que la que hacemos ahora, entre nuestras
lealtades políticas y literarias y que debemos reconocer que la disposición
a realizar ciertas cosas ingratas pero necesarias no lleva consigo ninguna
obligación de tragarse las creencias que habitualmente las acompañan.
Cuando un escritor se ocupa de política debe hacerlo como ciudadano, como
ser humano, pero no como escritor. No creo que, puramente en aras de su
sensibilidad, tenga el derecho de esquivar el sucio trabajo corriente de la
política. Igual que cualquier persona, debe estar dispuesto a pronunciar
discursos en salas cruzadas por corrientes de aire, pintar pavimentos con
tiza, conseguir votos, distribuir panfletos, hasta pelear en guerras
civiles si es necesario. Pero haga lo que haga al servicio de su partido,
jamás debe escribir en su favor. Debe dejar en claro que su oficio es cosa
aparte. Y debe ser capaz de actuar en colaboración mientras rechaza por
completo, si lo desea, la ideología oficial. Nunca debe retroceder ante una
sucesión de pensamientos porque podría conducir a una herejía, y no debe
sentirlo mucho si se husmea su postura no ortodoxa, lo que probablemente
ocurrirá. Quizás incluso sea mala seña en un escritor que no se le sospeche
hoy de tener tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala
seña que no se le sospechara de tener tendencias comunistas.
Pero ¿quiere decir todo esto que el escritor no sólo debe negarse a dejar
que lo dominen los caciques políticos sino que debe abstenerse de escribir
sobre política? Otra vez, ¡por supuesto que no! No hay ningún motivo para
que no escriba de la manera más burdamente política si lo desea. Sólo que
debe hacerlo como individuo, como un extraño, cuando más como un
guerrillero impropio en el flanco de un ejército regular. Esta actitud es
bien compatible con la utilidad política corriente. Es razonable, por
ejemplo, estar dispuesto a luchar en una guerra porque uno estima que la
guerra hay que ganarla, y al mismo tiempo negarse a escribir propaganda de
guerra. A veces, si el escritor es honrado, sus escritos y sus actividades
políticas pueden incluso contradecirse. Hay ocasiones en que ello es
claramente inconveniente; pero entonces el remedio no está en falsificar
los propios impulsos sino en guardar silencio.
Proponer que en tiempos de conflicto un escritor creativo tiene que partir
su vida en dos compartimientos puede aparecer derrotista o frívolo; pero en
la práctica no veo qué otra cosa puede hacer. Encerrarse en una torre de
marfil es imposible e inconveniente. Rendirse subjetivamente, no puramente
a una máquina partidista sino incluso a una ideología de grupo, es
destruirse uno mismo como escritor. El dilema nos parece doloroso porque
vemos la necesidad de meternos en política y al mismo tiempo vemos lo
puerca y degradante que es. Y la mayoría de nosotros todavía conserva una
morosa creencia de que toda opción, incluso toda opción política, se
realiza entre el bien y el mal, y que si una cosa es necesaria también es
buena. Pienso que debemos deshacernos de esta creencia que pertenece a la
niñez. En política, uno nunca puede hacer más que decidir cuál de dos males
es el menor, y hay situaciones de las cuales sólo se puede escapar si se
actúa como un demonio o un loco. La guerra, por ejemplo, puede ser
necesaria, pero no es, por cierto, ni buena ni cuerda. Incluso, una
elección general no es precisamente un espectáculo grato ni edificante. Si
uno tiene que tomar parte en cosas semejantes, y yo estimo que sí hay que
hacerlo, salvo que uno tenga un blindaje de vejez, estupidez o hipocresía,
entonces también hay que mantener parte de uno mismo intacta. Para la
mayoría de la gente, el problema no se presenta de la misma manera, porque
ya tienen la vida partida. Viven auténticamente sólo en sus horas de ocio y
no existe ningún lazo emocional entre su trabajo y sus actividades
políticas. Tampoco, en general, se les pide, en nombre de la lealtad
política, que se rebajen a trabajar. Al artista, en especial al escritor,
se le pide justamente eso aunque, en verdad, eso es lo único que los
políticos jamás le piden. Si se niega, eso no quiere decir que quede
condenado a la inactividad. Una mitad de él, que en cierto sentido es todo
él, puede actuar tan resueltamente, incluso tan violentamente si es
preciso, como cualquiera. Pero los escritos, en la medida en que tienen
algún valor, serán siempre la obra de aquel ser más cuerdo que se hace a un
lado, registra las cosas que se hacen y reconoce su necesidad, pero se
niega a dejarse engañar acerca de su índole verdadera.

Published in: on September 11, 2010 at 11:03 am  Leave a Comment  
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